
–Hola, Virgencita: ¿has visto qué calor que hace?
–No, no he salido en todo el día y aquí está fresquito. ¿Qué llevas bajo el brazo?
–Son folletos de viaje: hace tanto calor que estoy pensando irme de vacaciones a algún lado.
–¿Me abandonas? ¿Te vas y me dejas sola?
–No, Virgencita, solo por un par de semanas: ¿por qué no te vienes conmigo?
–¿Y adónde vas?
–Estaba pensando irme para Jamaica, o a Cuba: ¿vienes? Me encantaría.
–¡Ni hablar! Para ir a las islas hay que ir en avión y yo le tengo miedo a volar.
–Ay, Virgencita, no me tomes el pelo: pero si tú no haces más que subir y bajar del cielo.
–Esa es otra cosa: ¿has escuchado alguna vez de una Virgen que se haya caído?
–Bueno, es una lástima. Te vas a perder unas playas magníficas.
–¿Y sabes? Me encantaría estar tendida en la orilla del mar, rodeada de palmeras, en mi ropa de baño blanca y con un par de anteojos de sol.
–¿Y las gafas son para que no te reconozcan?
–Qué va, me quedan muy bien y me hacen la nariz más pequeña.
–Pero no necesitas nada: tu nariz está perfecta.
–Ay, los hombres: mírame de perfil y te vas a dar cuenta.
–Supongo que habrá alguna razón bíblica para el color blanco.
–No seas tonto: prueba a imaginarme toda bronceada en mi bañador blanco. Conmigo a tu lado serías la envidia de toda la playa. ¿Sabes? Cuando era muchacha nos teníamos que bañar vestidas: pienso que una estadía en la playa sería muy liberadora.
–Y para llegar a Jamaica podrías aparecerte nomás, sin tener que volar.
–Oye, no está mal pensado: ¿te encargas tú de comprarme el bañador y los anteojos de sol?
–Pero Virgencita, ni siquiera sé tu talla.
–Tu ve y compra algo que te guste, y de la medida que más te agrade, que de rellenarlo me encargo yo: a ver si por fin te hago creer en los milagros.
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